Suena la campana de
un reloj de péndulo marcando las doce en punto de la noche. Frente al sillón
donde me encuentro, donde dejo caer las agonías diarias de este martirio que me
causa la etérea existencia, cuelga en la pared, junto a la chimenea, un cuadro.
Es un cuadro abstracto que en un tiempo tuve la fuerza de terminar, aunque, a
pesar de ser amante del arte, siempre he carecido del poder que necesita todo
artista para satisfacer sus metas y concretarlas.
Al analizarlo
atentamente, divisé, de modo vago, el movimiento leve de unas cuantas de sus
líneas; pero pensando con lógica asumí que sólo habría sido a causa del reflejo
del fuego o tal vez resultado del cansancio que mi cuerpo albergaba.
Refregué mis ojos
con ambas manos y me serví una copa más de vino añejo. Mientras me acercaba a
la chimenea para agregarle leña, con la copa en la mano, observé nuevamente el
cuadro y esta vez comprobé que en realidad la simetría del dibujo iba
cambiando, como también la velocidad de sus transformaciones.
Mis ojos,
anonadados, empezaron a irritarse por las amorfas piruletas de las líneas y por
los matices de aquella suerte de óleo, mientras que el sonar del reloj
continuaba sin fin, como si hubiera atrapado en su eternidad al asustado
corazón mío. Todas las demás cosas del lugar quedaron naufragando en la
oscuridad, pues el fuego se extinguió de repente dejándome a merced de las
fauces de la noche. Sólo se veía el cuadro, aquel portal que algún ente o
energía manipulaba a su antojo.
De pronto, las
líneas, los matices y los contrastes se detuvieron dejando una forma de
expresión por demás curiosa. Frente a mis ojos aparecía una paloma con una
espada negra atravesada de lado a lado, toda ensangrentada. Llevaba en su pico
una rosa roja. No podía volver de mi asombro. Aquella pintura, que una vez fue
el comienzo del sueño de ser artista –sueño que quedó suspendido en la poca
altura que mi amor le había dado- había tomado vida por algún maleficio
diabólico, hechizo, magia o conjuro.
En realidad mi
entendimiento se anuló por desconocer los motivos de tal acto fantástico. Lo
que sí sabía era que, bajo mi miedo y mi asombro, aquel cuadro presagiaba algo.
En un lapso no muy
largo de tiempo, aquella pintura fue devorada por la oscuridad. En ese instante
escuche las hojas de la ventana rompiéndose por una rama de árbol batida por el
viento intenso. Escuche también unos pasos en el interior de la casa haciendo
chirriar las tablas del piso y acercándose hacia el salón principal donde me
encontraba. De repente, el viento con su fuerza infernar abrió la puerta detrás
de mí, trayendo su aullido fantasmal y un hedor de tierra removida que la
negrura exterior derramaba. Fue entonces cuando aquellos pasos dejaron de
escucharse, aunque el último lo escuché a escasos metros de donde yo estaba.
Mi cuerpo se
encontraba sumido en una especie de parálisis causada por el miedo, por el
pavor de esa situación horrenda. Comencé a escuchar junto a mis oídos el llanto,
el sollozo tenue de una voz frágil de mujer, el sufrimiento de un alma
desconsolada regando dolor. Inmediatamente, una especie de neblina apareció en
la casa y girando a mí alrededor formó, frente a mis ojos, un rostro horrible.
Era un espectro, un fantasma. Quizás no encuentre jamás la forma ni las
palabras para describir exactamente la espeluznante figura con la que estaba
enfrentado, y que no dejaba de observar el dolor de mi miedo transfigurado en
mi rostro.
Era una mujer con
la cara carcomida por larvas; ojos profundos, rojos; de una boca ya sin labios con una dentadura totalmente destrozada, similar a trozos de madera de
árbol. También su cuerpo, bajo una mortaja dejaba ver una esquelética anatomía
que resultaba, en conjunto, un despojo. Sus ojos lloraban sangre. Su presencia
irradiaba agonía.
En se momento
siniestro, en esa noche tan agresiva en que la vida mostraba su revés y la
realidad, junto con su quimérica esencia, me golpeaban la mente, se hizo
presente frente a mi el fantasma de los recuerdos, el ánima que arrastraba
dolor de un pasado angustioso y de un tiempo torturado por la desgracia. Era el
espíritu de una era descarriada, de sucesos conflictivos, de oportunidades
desperdiciadas. En una de sus manos traía una botella de licor preparado con la
sangre de sueños abortados que sólo ella podía beber; en su otra mano tría una
rosa negra.
Tomando un poco de
coraje, con voz casi trémula, la interrogué: -¿Qué quieres aquí? ¿Qué quieres
de mí?
Se acercó rápidamente,
mucho más cerca de mí, y con voz de ultratumba contestó: -Tú me has traído, tú
me has llamado y yo he venido.
Un poco confundido
le dije que no podía ser. ¿Cómo iba yo a llamarla, si era la primera vez que
veía tamaña aparición?
Ella me dijo que le
estaba mintiendo, que yo la conocía, pero no la recordaba y que la gravedad de
su estado había sido provocada por mi pensamiento, por mis sentimientos, por
mis obras.
-Explícate y date a
conocer- le dije, sintiendo su olor putrefacto. Ella pasó a decir: -Yo soy la
libertad que tú no supiste aprovechar y que poco a poco fuiste matando; soy el
tesoro que has ido derrochando. En un tiempo, tú y yo éramos inseparables y
gozábamos de la dicha de los días. El tiempo era adorno en nuestros cuerpos.
Pero un día la semilla de maldad brotó en tu corazón y diste vuelta el rostro
de mí. Te alejaste hasta desaparecer de mi lado. Dejaste que el alcohol y el
fuego quemasen mi piel. Dejaste que el frío desgarrara mis huesos. Golpeaste mi
corazón con indiferencia. Y abandonaste mi amor entre egoísmos y sombras. Tu
odio hizo de mí lo que ahora ves.
Quedé atónito ante
sus palabras, mas no encontré en mí excusa alguna que llegase a consolar su
dolor ni sus tristezas. Sólo atiné a bajar la mirada y a recordar en mi interior
todo el mal que había hecho sin medir consecuencias.
Nuevamente comenzó
a hablar. Esta vez preguntó con tono de incertidumbre: -¿Qué harás de mí? ¿Seguirás
torturándome sin reparo?
Moví mi cabeza en
forma de negación. Siguió diciéndome: -Apiádate de mí. Deja de lastimar mi
futuro. Deja de destruir tu camino. Sepulta el odio que mora en tu corazón y
déjame volver a tu lado. Cura mis heridas. La fealdad que en mí ves es la
amargura, la desazón, la tristeza, la depresión que tú arrastras día a día, son
las adversidades que tú no te decides a sortear. Sé fuerte, pelea por nosotros.
Lucha por ser mejor y salvarnos a ambos. He venido de muy lejos a suplicarte y
hacerte entender que el camino que elegiste va directo a la perdición y que luego
de bajar los brazos empezarás a deteriorarte así como lo estoy yo. Siembra amor
y cosecharás alegría. Hállate dueño del tiempo.
Al comprender sus
palabras, lágrimas brotaron de mis ojos. No podía mirar aquel rostro luego de
recibir semejante regaño. Pero cuando quise expresarle mi arrepentimiento y
pedirle perdón, no hallé frente a mí más que una rosa roja, preciosa, como
recién cortada del rosal, posada en el mismo lugar donde había estado el
espectro.
Al salir del
estupor, logré movilizarme y tomé aquella flor entre mis manos. Alcé la vista
al cuadro y noté que la paloma volaba libre entre los colores más alegres hasta
desaparecer en un punto en el centro del óleo.
Momentos después,
el cuadro volvió a ser el mismo que había sido siempre, pero algo cambió en ese
salón, en esa casa. Cambió mi pensamiento. Cambié yo. Desde entonces, tomo los
mejores colores para pintar mi vida, mis sueños, mi futuro. Elijo los mejores
pinceles, superándome cada día un poco más. Es una obra que nunca se termina,
pues siempre hay algo que arreglar, agregar o modificar. El trabajo es duro,
pero al fin logro ver a los colores tristes sólo de lejos, en los obstáculos ya
sorteados.
Diego, U18.
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