Por Brunela Germán y Tristán Basile
En la madrugada
del 19 de Febrero de 2011 –hace dos años y tres meses– Ailén y Marina Jara
volvían de bailar. Tenían 18 y 19 años. Vivían en Moreno, estaban terminando la
escuela y ayudaban a su madre trabajando. En el camino a su casa se cruzaron
con Juan Antonio Leguizamón Avalos, un vecino y hermano de una amiga de ambas.
Él las hostigaba desde hacía tiempo, como seguramente hacían tantos otros
hombres del barrio con tantas otras mujeres.
Pero este hombre
actuaba con una impunidad mayor: guardaba fuertes vínculos con la policía y confiaba
en la impunidad que le garantizaban esas relaciones oscuras. Así fue que esa
noche, armado y disparando al cielo para asustarlas, intentó ir más allá. Y así
fue que las hermanas también fueron más allá: se defendieron de la agresión
sexual con un cuchillo de cocina, que clavaron en la espalda de Leguizamón. Lo
que sigue a esto es el derrotero por el que transita cualquier mujer pobre que
ingrese en los mecanismos perversos de la justicia. A la mañana siguiente las
fueron a buscar a su casa, ellas entregaron el cuchillo y declararon sobre lo
que había pasado. Pero Leguizamón las había denunciado la noche anterior,
haciendo uso de sus conexiones con la policía del lugar, por intento de
homicidio.
Así fue que las
hermanas Jara quedaron presas, en prisión preventiva, igual que el 60% de la
población encarcelada de la
Provincia de Buenos Aires. Dos años y dos meses estuvieron
presas mientras se desarrollaba el proceso penal que en el algún momento debía condenarlas
o absolverlas. Dos años y dos meses encerradas, ellas, mujeres, en una
institución diseñada para hombres, administrada por hombres violentos, pensada
para el castigo y el dolor. Dos años y dos meses en los que Ailén sufrió un
agravamiento de un problema ginecológico y Marina intentó suicidarse.
Dos años y dos
meses en los que se desarrolló el juicio que terminó hace tres días, el 9 de
Abril. La sentencia fue claramente representativa de los vicios que corrompen y
tornan tremendamente injusta a la justicia. Se las condenó por una carátula
diferente a la que inició el proceso: de intento de homicidio pasó a lesiones
graves. Esto significó una trampa para la defensa de las hermanas: argumentaron
contra una carátula diferente a la que las terminó condenando.
Y sobre todo la
condena, que no fue absolución, refleja cómo funciona una justicia mucho más
acostumbrada a responder a las presiones externas que a aplicar los principios
imparciales y unívocos que deberían guiar su acción. Se condenó a las hermanas
Jara a un período de dos años, un mes y veintiún días de prisión, no
casualmente casi el mismo tiempo que estuvieron presas preventivamente, lo que
significó su inmediata liberación luego de la lectura de la sentencia.
La liberación de
las hermanas es para festejar, claro, pero no podemos dejar de reflexionar
acerca del modo en que funciona tantas veces la justicia: se dibuja una condena
de la forma necesaria para cubrir sus brutales errores. Así, si las chicas
estuvieron presas siendo inocentes por dos años, se las condena luego a un
tiempo similar en prisión para no asumir una absolución que pondría al tribunal
–y por extensión al estado– en gravísima falta: haber encerrado a dos inocentes
por dos años sin proceso judicial. De haber sido absueltas lo que seguiría
sería el derecho de las hermanas a demandar al estado para reparar los daños tras
haber estado presas dos años y dos meses. Pero, ¿cómo se repara el paso por la
cárcel? ¿Cómo se repara pasar por semejante sufrimiento con la angustia agregada
de ser inocente? Es claro que el estado no se atreve a ensayar respuestas a
estas preguntas ni a asumir su responsabilidad.
Como si esto
fuera poco, el machismo atravesó transversalmente al proceso de juzgamiento. Ni
los jueces y juezas ni el fiscal creyeron nunca en la versión de las hermanas,
a pesar de haber declarado lo mismo desde aquella primera noche. Sin embargo,
sí creyeron en Leguizamón y sus amigos policías, que constantemente cambiaron
sus declaraciones y ocultaron pruebas. La palabra de las mujeres en la justicia
tiene muy poco valor comparada con la de un varón. No hay más que recordar a
Marita Verón para volver a constatar esta discriminación sexista, reflejo cruel
de desigualdades similares en la sociedad misma.
Y mientras
tanto, en Moreno, en los barrios, todo sigue igual. Leguizamón, la supuesta
víctima, el real victimario, sigue su vida. Vida protegida por la policía, vida
de transa, según surgió en las declaraciones del juicio. Estos dos años y dos
meses habrá atosigado a tantas otras chicas, de las que nunca vamos a saber
nada. Todos los varones como él, varones con poder, varones cargados de
violencia patriarcal, seguirán abusando de diferentes maneras de tantas otras
chicas como las Jara, mujeres sin poder, mujeres de las que nunca vamos a
escuchar nada.
Sin embargo, las
más de doscientas personas que acompañaron la sentencia de las hermanas, que
festejaron con amargura su liberación, todos y todas lxs que critican
cotidianamente el patriarcado como sistema y sus aplicaciones prácticas y
perversas en distintas instituciones del estado, nos hacen pensar que todo esto
puede cambiar. Queda en nosotras y nosotros. Una vez más, lo injusto sólo puede
ser cambiado por la lucha de quienes sufren a diario.
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