sábado, 2 de julio de 2016

Milagro Sala: su prisión es todas nuestras prisiones



Por Majo Gerez* y Natacha Guala**. Domingo 12 de junio de 2016. Jujuy. Cae la llovizna y el cielo se mantiene abroquelado de nubes grises hace días. En la entrada del penal de Mujeres del Alto Comedero nos encontramos militantes de todo el país a la espera de las indicaciones de una compañera de la TUPAC que administra la lista de visitas. Hoy somos pocas personas, por lo que nos autorizan a esperar rejas adentro mientras que los familiares -en su mayoría mujeres y niños- de las demás presas van ingresando a las requisas.
El protocolo es estricto y abusivo en muchos sentidos. Cuando lo leí, días atrás, entendí por qué desalienta a mucha gente a la hora de visitarlas. También entendí por qué siempre son más las mujeres que se someten al mismo a diferencia de los varones. Cuidar y acompañar a otros y otras es nuestra tarea, es “la” tarea que tenemos asignada por excelencia en el marco del patriarcado, incluso en contextos de encierro.
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De acuerdo con el último informe de la Procuraduría de Violencia Institucional (PROCUVIN), las mujeres encarceladas en dependencias del Servicio Federal constituyen el 7% de la población carcelaria. En las cárceles provinciales, dependiendo del caso, el porcentaje varía entre un 3 y un 6%. En los últimos 20 años la población carcelaria femenina ha crecido dramáticamente a nivel global como resultado de un modelo de penalidad cimentado ideológicamente sobre la llamada “guerra contra las drogas”. En contextos de feminización de la pobreza, donde cada vez más las mujeres son las principales responsables del sostenimiento económico y afectivo de sus hogares, la venta en pequeña escala de drogas ilegalizadas se vuelve una posibilidad laboral compatible con las responsabilidades domésticas.
La penalización de estos delitos, no violentos y por lo general los primeros en la trayectoria vital de las mujeres, muestra la irracionalidad de un sistema que persigue a quienes ocupan los eslabones más bajos de una cadena comercial millonaria que tiene entre sus grandes ganadores a la elite empresaria y política de nuestro país. Muchas mujeres siguen presas por defenderse o defender a sus hijas en situaciones de violencia, por la imposición de sentencias sexistas que incumplen sistemáticamente los estándares de derechos humanos. Muchas trabajadoras sexuales acaban presas por no transar con la policía. Muchas mujeres trans terminan en cana por defenderse de tipos violentos y transfóbicos. El 66% de las mujeres presas a nivel federal están detenidas en prisión preventiva, es decir, sin sentencia firme. En las provincias la proporción es similar.
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Después de una hora de espera le toca a mi grupo. Dejamos nuestro DNI a modo de garantía y vamos casi trotando hacia el pabellón de requisa. Da nervios, sabemos que es el territorio privilegiado de la yuta y lo explotan al máximo. Pero nos ven cara de “extranjeros”. “¿Vienen a visitarla a Milagro?”, me dice la mujer policía que me empieza a tomar los datos. “Sí”, respondo. Paso a uno de los bastidores y resulto beneficiada con un cacheo fugaz. Saben que somos militantes políticos y referentes de organizaciones en la mayoría de los casos.
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La cárcel impone sobre los cuerpos y comportamientos de las mujeres una maquinaria de control exhaustiva, que se manifiesta en un sinfín de mecanismos sutiles para disciplinar, domesticar y normalizar sus subjetividades. Cómo se visten, de qué manera hablan, si trabajan -y cuánto, más allá de las tareas y la remuneración-, en qué medida pueden asearse y cómo viven sus sexualidades.
La requisa constituye la expresión más degradante de este entramado de controles. La exposición del cuerpo, una y otra vez, para que lo miren, lo toquen, se rían, se abusen. La humillación es un fuerte mecanismo disciplinador. La resignación su pariente cercano.
No es casual que gran parte de las mujeres encarceladas consuma medicación psiquiátrica, aunque no hubieran necesitado hacerlo antes. Tampoco que muchas mujeres encarceladas necesiten drogas para desconectarse de ese desfile de horrores.
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Caminamos hacia el patio del pabellón, pero ella no se aguanta el trecho hasta la mesa y nos viene a recibir con una sonrisa. Un abrazo de esos que dan ganas de sostener más allá de los minutos que sabemos contados. “Gracias”, fue la palabra que más circuló durante la media hora de encuentro. “Que ustedes estén acá le da fuerzas a mis compañeras y compañeros para seguir la lucha”, nos decía Milagro Sala sobre la participación de delegaciones de todo el país en el Congreso Nacional de la Tupac y el Encuentro de Comités por su libertad que se había desarrollado el día anterior.
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Las redes afectivas son los motores de nuestras vidas. En la cárcel esos vínculos constituyen uno de los principales refugios de donde las mujeres sacan fuerzas para sostenerse allí adentro. Los días de visita son una fiesta, el momento de compartir que se respeta ya que todas somos capaces de comprender la potencia sagrada de esos encuentros.
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Milagro está presa, pero no derrotada. Como toda militante encuentra en el pabellón un espacio de organización más: “Acá las presas están muy mal. Encima a muchas no las visitan hace tiempo”, dice al pasar mientras relata la lucha para que no se las lleve al “chancho” a modo de castigo.
Se muestra fuerte e inquieta. Entiende que después de los eventos realizados el fin de semana se abre la posibilidad de redoblar la apuesta. Por eso no se cansa de agradecer, aunque se le diga que no hace falta.
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El sistema carcelario reproduce e intensifica opresiones específicas del régimen de género. La violencia institucional que las prisiones ejercen sobre las mujeres es una manifestación exponencial de las violencias machistas cotidianas que sufrimos todas.
Es nuestro deber colectivo abrir las cárceles para generar espacios de resistencia colectiva de las mujeres. Superar el distanciamiento entre “ellas” y “nosotras” para hermanarnos, aprendiendo de las experiencias de quienes están presas hoy, o en algún momento de sus vidas, y de las organizaciones y colectivos que insisten en derrumbar, uno a uno, los muros de las prisiones.
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Se pasa el tiempo rápido, afuera hay compañeros y compañeras que tienen que entrar. Le cuento a Milagro que este año el Encuentro Nacional de Mujeres se hace en Rosario y que el 3 de junio en todo el país las mujeres pedimos por su libertad. “Antes de que me vaya, decime algo para transmitirle a las mujeres luchadoras, yo me lo voy a acordar”, le digo. Me mira sonriente, le pide a sus familiares lapicera y papel y dice: “No, voy a darte una carta”. Las tres acciones fueron simultáneas. Consciente de que ahí el tiempo vale, escribe rápido: “Mujeres argentinas les pido con todo cariño que resistamos a estos vendepatria que nos quieren arrebatar lo que conquistamos en estos 12 años. A organizarse, unirse y a luchar con mucha fuerza por nuestro país”.
Nos damos otro beso de despedida y salgo del pabellón guardando rápido en el bolsillo este mensaje de Milagro a las mujeres luchadoras.
Salgo con el corazón encogido, porque Milagro se queda ahí, como el resto de las compañeras presas. Presa política de Morales y del revanchismo en tiempos de “cambio”.
* @GerezMajo, secretaria de Género de CTA-A Rosario y referente de Patria Grande
** Abogada e integrante de la Colectiva MalaJunta

Publicada en www.notas.org.ar

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